miércoles, 19 de marzo de 2008

LA PRÓXIMA ESCULTURA


LA PRÓXIMA ESCULTURA o
LA PIEDRA DEL LOBO QUIRCE




El Quirce escribiendo en la cabina del camión. Ilustración de Llorenç Amer

Quirce llevaba una semana frenética y la buena ayuda del peruano Incahuanaco no le sosegaba; recibió en marzo un fax desde Nueva Zelanda, donde un viejo amigo le proponía un transporte peculiar. Como era consciente de la dificultad y peligros que entrañaba, fue dando largas al asunto, pensando que tarde o temprano el exiliado neozelandés olvidaría tal encargo, pero el último contacto fue por teléfono y el sagaz camionero no pudo zafarse ni evadirse del encargo. Mendiondo fue un competente capitán de buque mercante, trabajador infatigable y un punto aventurero. En 1971 intervino en una operación de importación en la que su cliente no pudo pagarle ni mercancía ni porte y el marino transfirió en dracmas al consignatario griego el valor en origen de la carga, adjudicándose su propiedad. Antojos de hombre trotamundos, que confía en la suerte como norma, que da valor -aunque lo ignore- a cosas u objetos que le resultan interesantes, evocadoras o simplemente extrañas. No estuvo mucho tiempo la carga en los depósitos del puerto de Santander, pues a las pocas semanas de la compra, la enorme roca se encontraba en una nave que el viejo Mendiondo tenía en el pueblecito de Ampuero. Lo cierto es que él la trajo a España y, además, la compró lícitamente; Quirce recordaba que ya le habló de esa aventura, pues navegó con ella a bordo, amarrada en cubierta, donde soportó una galerna infernal que le incitó a pensar que debía aligerar carga, empezando por la difícil piedra.



Salida de Ampuero que, por cierto, se encontraba en fiestas.




Cantera de mármol típica de Macael




Bloque sin desbastar de mármol.

                      Era una caliza de mármol del pentélico, desgajada de la veta primitiva hacía dos siglos, cuando los bloques se desprendían por métodos irracionales, a través de explosiones incontroladas, que dieron forma a un bloque piramidal, con altura máxima en su vértice superior de 4,67 metros y longitud en base de 5,21 metros, conformando un volumen de 13 metros cúbicos en bruto, sin biselado; no había indicios de que fuera arrancado para un uso civilizado.
 

                        Por su configuración, Quirce tiene que llevarla en una plataforma que se eleva 1,10 metro sobre la calzada, con lo cual, la altitud exacta del transporte es de 5,77 metros a presión conforme de neumáticos. Incahuanaco y Quirce han analizado la ruta metro a metro, desde origen a destino, en dos viajes previos: en turismo y en vehículo pesado, para estudiar la orografía, situación del firme, peraltes, badenes y cualquier otra deficiencia, además de la altura de los 94 pasos elevados por los que discurre su viaje. De ahí la expresión de semana frenética para Quirce y aunque exagere un poco, lo cierto es que para él, una pequeña agitación es ya un temblor, un ligero seísmo se convierte pronto en fuerte terremoto; este camionero cobarde se arruga en seguida.



Carga habitual de un bloque de mármol en plataforma de camión por aculamiento.

                        El pulcro camionero es un poco escritor y anota en un librillo a modo de cuaderno de bitácora los datos de la ruta, incidencias... a veces, pensamientos, impresiones del viaje; también sueños que tiene, que le surgen, a lo largo de miles de kilómetros de ruta carretera, caminos de tiempo y de vivencias, imágenes veloces que convergen en su retina de conductor atento, pero también humano, que distingue entre el negro asfalto y un bello paisaje, entre el traqueteo del motor y el silencio celeste y luminoso de cualquier cielo azul con nubes blancas, que como amigas, le acompañan en la ruta, le entretienen.

                     Y así, su libro de ruta contiene estas anotaciones: Hemos preparado la ruta y disponemos de las autorizaciones de tráfico pertinentes para transporte de mercancías que exceden de dimensiones reglamentarias; las imposiciones significativas de la carta de ruta son relativas a la velocidad máxima, que no debe sobrepasar los 45 kilómetros por hora y la limitación horaria (circular entre la 1 y las 6 horas a.m., o sea, de madrugada) para evitar el tráfico rodado ordinario, luego disponemos de 5 horas diarias para mover esta mole de mármol. Existen 37 puentes con altura inferior a la de nuestro convoy, que deberemos sortear por caminos alternativos. Para un viaje lento de 327 kilómetros, invertiremos 3 días, ya que no podemos mantener velocidades de crucero de 45 kms/hora, además de las condiciones metereológicas, que en algún punto pueden ser adversas.

                        En Ampuero nos ponemos en contacto con un apoderado de Mendiondo, pues éste, hace años que vive en la ciudad neozelandesa de Napier; un retiro de ensueño con balconada a la bahía y al amplio océano Pacífico, donde tiene tiempo sobrado para escribir sus memorias, además de pescar y, sobre todo, gozar de los cuidados y el cariño que le profesa Kairu, su joven compañera de aventuras, también neozelandesa pues nació en la pequeña isla de Pitt. Convenimos con el representante el transporte, emolumentos y verificamos documentación pertinente: certificado de peso -19 toneladas-, la vieja factura de compra que aún conserva, el conocimiento de embarque endosado a su nombre como nuevo propietario, la póliza de seguro que ha contratado y un certificado de origen griego sobre el mármol en cuestión así como otro de calidad, emitido por un instituto geominero griego visado por nuestra embajada en Atenas.



Carga lateral en plataforma de camión Astra


                        La potente máquina elevadora Liebherr deposita con sumo cuidado la carga en la plataforma de nuestro camión. Es un Volvo FM7 6x4 290CV (rígido de 3 ejes y 12 metros de longitud), idóneo para nuestro cometido pues no hay problemas de peso o longitud de carga, si no de altura así como de irregularidad de la mercancía en cuanto a su asiento y equilibrio. Procedemos al bloqueo de la enorme roca por medio de un entramado de cinchas flexibles y cables trenzados de acero; revisamos de nuevo vehículo y carga y nos decidimos a iniciar la marcha. 

                        Son las 3 de la madrugada y llevamos 2 horas de ruta que han transcurrido conforme a lo previsto; mantenemos la velocidad acordada y hemos cubierto 70 kilómetros del viaje. Tras el primer descanso, tomo el control del vehículo y continuamos la marcha, con el inconveniente de que se inicia una fortísima tormenta cuando estamos atravesando el alto sistema montañoso del Cantábrico; nos vemos obligados a detener la marcha en varias ocasiones, además de dos puentes que casi rozamos con la punta superior de nuestra ingente roca debido al ligero alzamiento de la amortiguación tras pasar por baches o badenes ubicados en las entradas de los puentes, donde circulamos casi parados, como deslizándonos sobre el asfalto, evitando todo tipo de vibraciones o saltos. Es una zona de bajada con fuerte pendiente, con cadenas montañosas a ambos lados; el cielo oscuro, encapotado de negras nubes y la fuerte lluvia hacen que la marcha sea tensa y dura, con el sólo aliciente de que estamos a unos pocos kilómetros de nuestra primera parada, pero en un instante, tengo la sensación de que algo golpea la parte baja de la cabina del camión y unos segundos después, cruzan por delante una docena de jabalíes, como envistiendo las ruedas delanteras del vehículo. Freno con fuerza, sobresaltado por el susto o la emoción del encuentro, pero es una zona con firme desequilibrado, con peralte invertido, en una vía estrecha que hace que el camión se deslice en su parte trasera haciendo una barrera que cierra la propia carretera. Bajé del camión nervioso y excitado; comprobé que estaba bien situado para rectificar y continuar la marcha; no vi ningún animal muerto o herido en la calzada; observamos un ligero desplazamiento lateral del bloque de mármol que tendríamos que corregir en la parada inmediata.




Piara de jabalíes en su medio.

                        Fue el descanso más deseado, aunque en la primera jornada sólo pudimos avanzar 130 kilómetros, nos pareció una distancia suficiente. Eran las 6 de la mañana y estacionamos en un motel cercano para comer un poco, y decidimos dormir unas horas. Por la tarde revisamos los aspectos técnicos del camión y fijamos mejor la carga, de acuerdo con la nueva inclinación del bloque sobre la plataforma. Apretamos algunos grados los cables trenzados y sustituimos varias cinchas deterioradas y mojadas para asegurar la carga. Por la noche, después de cenar, decidimos acercarnos al lugar donde nos envistió la jauría, pertrechados de las máquinas de fotos y unos palos. Pudimos comprobar que era una senda muy hollada y transitada por manadas de animales en ruta hacia un bebedero próximo -una charca fangosa- y que cerca de ese punto, cruzaba nuestra carretera; nos adentramos en la montaña, sorteando una tupida maraña de rebollos, pero eran visibles sus marcas en las bases de los troncos, pelados, rotos de ramaje y teñidos de barro, donde rozan sus lomos para limpiarse, aliviarse o despiojarse. Tenía sentido que al anochecer regresaran a su zona de descanso y ramoneo que ya podíamos adivinar, al llegar a un claro del bosquete, donde el suelo estaba hozado, revuelto y con marcas evidentes de encames, esparcidos junto a setos de voluminoso ramaje.



Ilustración de Llorenç Amer de la llegada del Quirce e Incahuanaco al motel.


                        Llovía agua menuda y se iniciaban las primeras brumas pues el aire estaba saturado con tanta humedad. Lo cierto es que nublado, sin luna y con algo de niebla, allí no se veía un carajo y nos parapetamos entre dos robles melojos, de mediano tronco y ramas suficientes para trepar a ellas en caso necesario. Ocultos allí y mimetizados por los oscuros chubasqueros, el peruano y yo nos mirábamos con intención de adivinar quién de los dos tenía más miedo. Nuestra expresión era de terror evidente que se acentuó cuando oímos cierto alboroto en dirección nuestra. Era un zumbido extraño, acompañado de ronquidos y chillidos, explosión de ramas que crujían y un fuerte traqueteo de pezuñas hendidas en la tierra… llegaban ya de regreso. Era pavoroso el ruido que se acercaba hacia nosotros, pero con cierta sangre fría esperamos -yo creo que era el hecho consumado y la determinación de que ya no había posibilidad de abandono- para ver los primeros ejemplares: dos machos enormes con fuertes defensas, que fueron capturados al unísono por nuestras cámaras. Con el fogonazo del flash, los dos jabalíes brincaron lateralmente y se perdieron en la maleza aledaña mientras se producía un ligero caos entre los ejemplares que les seguían, cuatro o cinco hembras y varios jabatos nacidos en el año.



Dos machos de jabalí con su imponente geta.


                        Fue una visión impactante y de gran emoción, que pervivirá en nuestras retinas durante mucho tiempo, especialmente para Incahuanaco, poco acostumbrado a estos animales. Permanecimos quietos como estatuas, durante no sé cuanto tiempo, sin mediar palabra, sin mirarnos, apenas percibiendo el profundo aroma, la atmósfera salvaje que habían dejado en el entorno. Al observar el reloj fuimos conscientes del tiempo invertido en la aventura, que había volado sin control, pues era media noche y debíamos regresar deprisa.

                        Volvimos con tiempo justo para descansar unos minutos e iniciar la ruta, señalada para la una de la madrugada. Transcurrió nuestro segundo día, o mejor dicho, noche, sin contratiempos, salvo un puente imposible de salvar que supuso retroceder 200 metros, para coger un camino alternativo, pero que nos restó media hora del horario prefijado. Hacia las seis de la mañana estacionamos el camión en un aparcamiento espacioso de un motel burgalés y dormimos largo y tendido. Llevábamos dos jornadas y 275 kilómetros, con lo que la del tercer día iba a ser más reducida. En la última jornada, apuramos la marcha máxima de 45 kilómetros a la hora, hasta que determinamos parar para auxiliar a un conductor que nos hacía señas desde la cuneta. Solicitaba nuestra ayuda con muecas y aspavientos, que por cierto nunca he entendido en estos casos, pues te producen más miedo que valor, y, simplemente o no paras, o paras asustado por necesidad.

                      A las 4 de la madrugada y cerca de la desviación hacía el pueblo de destino, paramos de nuevo para descansar y atender una inspección de carga y documentación por parte de la guardia civil. No hubo problemas, pero con tanta parada, llegamos a Aoslos al amanecer, muy cerca de la hora fijada en la autorización de tráfico.






                        Descansamos allí un buen rato y dado que hasta el mediodía no vendría nuestro contacto, decidimos pasear un rato para encontrarnos con un antiguo puente romano que hay cerca de este pueblecito, sobre el río Madarquillos o el arroyo de las Moreras, no recuerdo bien y que conserva parte de la calzada original en sus arranques. Es una bella zona, suave, aunque cerca de las estribaciones del macizo de Ayllón, en el sistema montañoso de Somosierra. Hay mucho terreno forestal y praderas con setos de encinas y jaras pringosas. Observamos el entorno, disfrutamos, descansamos...




Puente antiguo de probable origen romano sobre el río Madarquillos.

                        Regresamos al camión para desmontar la carga de la plataforma y allí quedó, en una espaciosa nave que era, al mismo tiempo, un buen equipado taller de escultura. Lavamos a presión la roca y procedimos, en unión del representante del comprador, a inspeccionar el bloque con minuciosidad, comprobando que no había roturas o fisuras recientes, ocasionadas por el transporte, vibraciones del vehículo o del terreno por donde había transitado.

                        Penetraban unos rayos de luz caliente por la claraboya de la nave, focalizando el bloque como un visor fotográfico, en una especie de acuerdo entre luz y mármol que personalizaban el volumen pétreo: diferentes matices de blanco, con algunas vetas grises y en un extremo, hasta rojas, que me hicieron pensar en las mezclas de mármol del pentélico, con variedades hispanas -¡llevaba tanto tiempo en nuestro suelo! - de blanco macael y travertino rojo, un poco pálido. La amplia nave, el camión incluso, quedaban empequeñecidos con la rotunda presencia de este bloque, ahora brillante, jaspeado de intensos brillos, centelleante, que absorbía en sus finos poros el agua vertida para su limpieza. Se erguía con enorme orgullo, impresionante, como invitando a los presentes a una dura lucha por adquirir una nueva forma: No, no éramos ni Fidias ni Polícleto, ni siquiera Demetrio Poliorcetes, pero no pude reprimir la tentación de acariciar la luz del Ática, pasando mis manos por su accidentada superficie, imaginando ser el experto moldeador de su volumen ahora indefinido, pero que bien se podía transformar en seductora obra de arte.

                        En una gran mesa de trabajo se entreveían varios bocetos: uno, quizá el modelo, representaba la tradición mitológica griega de Laoconte y sus hijos -ahora descubría la similitud del contorno del gran bloque de mármol y su fin- y en otros dibujos se mostraban conjuntos humanos, en disposición parecida, con un centro elevado y protagonista, sobre el que disminuían como en un tejado a dos aguas, otros personajes, inclinados, más pequeños, en actitudes de fragor, de valor infundido de batalla, semejantes a los que pintó Delacroix en 1830 con el título “ La Libertad guiando al pueblo”. Se podía adivinar la intención del artista, la ambición en sus bocetos, ya que para un Laoconte según la adaptación que conocemos del Museo Vaticano, la altura máxima del personaje central es de 2,42 metros, pero nuestro ignorado escultor de Aoslos, disponía de un bloque en el que se podía esculpir un David central, en el conjunto, en tamaño idéntico al que fabricó Miguel Ángel a principios del siglo XVI, con sus 4,10 metros de altura... y todavía sobraba mármol.




Obra escultórica de Laocoonte y sus hijos, aproximadamente del siglo I d.C. de la famosa escuela rodia esculpida por Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas. El poderoso sacerdote troyano y sus hijos son condenados por los dioses a morir estrangulados por serpientes marinas en una larga y trágica agonía.


                        Así terminaba la historia; no había más comentarios en el cuaderno de ruta de Quirce, ni sabemos de esculturas o de artistas que se hayan dado a la luz últimamente con obras de tamaña proporción y que intenten reflejar el espíritu del Ática. Reto imposible, quizá innecesario, pero lo cierto es que a Quirce sí le imaginamos en compañía del peruano, enredados en alguna otra aventura, haciendo fotos, o contemplando un antiguo puente, en cualquier carretera secundaria..., disfrutando del trabajo, al fin y al cabo.
Relato publicado en el número 206 de la revista Solo Camión, bajo el título "La piedra del lobo Quirce" con excelentes fotos de archivo de la revista (muelles, canteras, camiones Astra y máquinas elevadoras) y con ilustraciones de Llorenç Amer. El resto de fotos, del Lobo Quirce.